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Por Carlos López
La primera vez que uno supo de un viaje en globo se esconde en un libro. Un relato que comenzaba en medio de un huracán, con un globo desplazándose a 90 millas por hora y con el mar apenas 500 pies por debajo. Y la cosa se les puso tan cruda a sus cinco pasajeros que tuvieron que soltar la barquilla a modo de lastre para no acabar de bruces en el agua. Esta peripecia nació en la pluma, que tanta imaginación derrochaba, de Julio Verne y daba comienzo a su libro “La isla misteriosa”.
Nada que ver con un plácido viaje en globo por los cielos de Aranjuez, con sol y ausencia de viento. El sábado amaneció frío y daba qué pensar lo de subirse a un par o tres de centenares de metros sostenidos por una gran bolsa de lona rellena de aire caliente. Así de simple.
Viajar en globo aerostático tiene mucho de incertidumbre. El pilotaje tiene que ser paciente, a la búsqueda de las corrientes térmicas y a lo que el viento ordene. No hay billete con destino predeterminado. Dar más o menos aire caliente es prácticamente la única maniobra posible.
El punto de partida era la Plaza Parejas, exactamente el mismo desde el que se alzó, hace ya 231 años, por vez primera en España un globo. El célebre Montgolfier, del que el Ayuntamiento de Aranjuez tiene una réplica que volvió a llenarse de aire estos días, aunque todavía no puede volar por falta de licencia. Estos años de ostracismo y encierro en los almacenes municipales no han hecho mella en él, sólo precisa de un poco de lluvia que le quite el polvo acumulado.
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A partir de las ocho de la mañana comenzaba el ceremonial de despliegue. Poner en pie la barquilla, extender la vela (así se le llama a la lona), poner el ventilador en marcha para hincharla y llenarla de aire caliente. El resultado es un artefacto que ronda los 70.000 euros alzándose imponente y con ganas de comerse el cielo.
Una decena de viajeros en la barquilla. A excepción de Hugo, el piloto, poca o nula experiencia en elevarse a las alturas en tan endeble nave. Lo primero, acostumbrarse al ruido de los quemadores dando cuenta del gas que se acumula en dos bombonas. Rellenarlas ha costado 120 euros.
Con un leve movimiento, el globo parece despegarse suavemente de un invisible velcro que lo uniese al suelo. A continuación, la sensación de estar flotando. Y es que ya estamos flotando. Esa sensación será ya la misma a un metro del suelo que a trescientos. No hay la más mínima brusquedad. Despacio, casi con sigilo, la Plaza de Parejas y el Palacio Real van quedando más lejos debajo de nosotros. El temido vértigo no da señales de vida.
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Estamos en el aire, en medio de una regata aerostática. Nuestro vuelo es de placer, ajeno a la competición. Debajo de nosotros se despliega poco a poco una ciudad cuadriculada, llena de calles cuya rectitud no por sabida resulta menos asombrosa. El otoño en su recta final, el contraluz del sol a primera hora de la mañana, el sábado que se despereza, con el rastro desplegado y los primeros futbolistas calentando el músculo en los campos del Pinar.
Desde aquí arriba el horizonte se amplía. El Mar de Ontígola es una lámina brillante con varios globos sobrevolándole. En el lado opuesto, el agua lo ponen las lagunas de las graveras junto al Jarama. En medio, el bronce de las alineaciones de árboles desparramadas a lo largo de Aranjuez, frondosas, brillantes.
Los globos, bombillas invertidas, penden sobre el casco urbano y uno imagina allá abajo al peatonaje con la mano en la frente y la mirada curiosa.
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Smith, Splillet , Nab, Pencroff y Harbert, los cinco personajes de Verne, viajaron durante cuatro días y recorrieron más de seis mil millas. Pura literatura. Nosotros en apenas media hora viajamos de la Plaza Parejas al Cerro de la Linterna y disfrutamos como enanos. No fuimos a parar a la isla misteriosa de Verne sino a la falda de los cerros de El Regajal.
Quedaba una última sorpresa, el aterrizaje. La ausencia de viento y el terreno más o menos despejado permitió que Hugo, el piloto, nos sorprendiera posando suavemente el globo sobre el remolque del vehículo de seguimiento. Después tocaba desinflar y recoger los más de doscientos kilos de vela, meterlos en su bolsa y regresar. Antonio, el piloto del vehículo de tierra, nos dirigía en la operación y nos contaba anécdotas y secretos.
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Un viaje breve pero emociante. Observar Aranjuez desde ahí arriba es un espectáculo intenso e irrepetible. Bueno, no exactamente irrepetible. La empresa The Ballon Company, a la que agradecemos este vuelo, lo hace posible. Se puede volar desde 99 euros. Simplemente observar el legado urbanístico que soñó hace ya 265 años Fernando VI bien lo merece.